En medio de la
profunda crisis de gobernabilidad, protestas y violencia que vive mi país, Venezuela, en
estos momentos, en el que soy una
ciudadana activa en las calles y en las redes sociales, en medio de las huellas
del miedo, la incertidumbre y la desazón en mi sentir, decidí de pronto
compartir espacios de conversación y afecto con hermosos seres que están en mi
vida, espacios de necesarios oasis, de
oxigenación y nutrición del alma.
Fui entonces a visitar a mi gran amiga
Mercedes, un regalo que me dio la biodanza hace unos meses, ya que la conocí en
ese mundo por el que ella y yo transitamos a plenitud formándonos para
facilitar el día de mañana nuestros respectivos grupos de biodanza.
Cuando yo era niña, recuerdo que existía la “visita”
como una institución para el cultivo de los afectos y también, según viejos
preceptos, para aceitar las relaciones importantes; luego crecí y no sé por qué el verbo “visitar”
dejó de tener conjugaciones en forma activa o pasiva en el diccionario de mi
vida, por lo que esa tarde decidí
conjugarlo con todas sus letras. Quería justamente “hacerle una vista” a
Mercedes, y una visita plena de conversación, de escucha, de descubrimientos,
una visita de conexión y expresión de mi amistad y gran afecto por ella.
Nunca había estado en casa de Mercedes, quien
además vive muy cerca de la mía y eso hace una diferencia y multiplica las
posibilidades de visitar a alguien en esta ciudad sitiada y trastornada por los
trancones ordinarios y extraordinarios. Encontré allí un hogar luminoso,
cálido, lleno de detalles que la definen, un lugar sereno y alegre, de ésos a
los que la tristeza esquiva cuando anda buscando aliados que le hagan el juego.
Aquella tarde pusimos “pausa” a la aterradora
película del país puesta en cadena nacional en la pantalla de nuestras mentes,
y nos adentramos en una danza de palabras, de historias de vida, pensamientos,
emociones… risas, recuerdos, sobresaltos, corazones que se arrugaban para luego
expandirse de nuevo celebrando la vida y la amistad que vamos tejiendo hilo a
hilo a nuestro gusto y ritmo.
En un momento dado, y luego de la primera
parte de la merienda con un delicioso y frío vino blanco y unas ricas
berenjenas preparadas por ella, Mercedes me ofreció una infusión de pétalos de
rosa en capullos bebé, traídos -en uno de sus viajes- desde Estambul, hacía más de una década y
congelados desde entonces para el disfrute posterior. Atónita y fascinada
presencié el momento en que se dirigió a su congelador, sacó la bolsita con el
preciado contenido, me dio a oler antes proceder a poblar de pétalos de rosa
dormidos y a punto de despertar en el agua hirviente y ansiosa de ser bautizada con ese aroma y sabor inconfundibles.
Y es que el té de rosas de Mercedes, llegó además
con una fascinante historia del hombre que le vendió ése y otros exóticos tipos
de té en uno de los mercados especializado en infusiones más grandes de
Estambul. Una historia que le puso un saborcito deliciosamente picante que
combinó muy bien con el suave e inocente carácter de las rosas.
Nunca en mi vida había tomado una infusión de
esa flor glamorosa y casi universal, y
he de decir que su tránsito caliente por mis labios, su huida por los abismos
laterales de mi lengua y por el oscuro túnel de mi esófago, me produjeron un
placer difícil de describir…
Luego de varios días de deambular por el
recuerdo de aquella experiencia sui
generis, pude entender al fin, que el placer indescriptible que sentí provino
de la mezcla infalible de unos ingredientes a los que me entregué con presencia
plena y conciencia absoluta de estar viviendo un momento único : afecto profundo,
historias, conversación ¡y unas rosas que alguien sembró, cosechó, secó, llevó
al mercado y vendió a Mercedes en Turquía para que esa tarde ella y yo pudiéramos cerrar
con broche de oro, perdón, de rosas, lo que para mí fue el mejor re-encuentro con el verbo “visitar”. Gracias infinitas Mercedes.
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