Leche, no petróleo...

Tarde decembrina de sábado. Me dirijo hacia la estación de gasolina con la firme e irreductible misión de alimentar el tanque sediento de mi carro. Al bajar por la calle arbolada, veo de repente un hombre sin rostro con bolsas de supermercado en ambos brazos… una imagen cualquiera, inocua, destinada probablemente a habitar un fondo de paisaje no digno de ser procesado… sin embargo, mis ojos felinos y mamíferos urgan la transparencia de las bolsas del traslúcido blanco y descubren ¡ dos latas de leche en polvo “La Campesina”!

Mi mano derecha, dueña del volante y aliada incondicional de mis urgencias, gira 90° de inmediato con un nuevo rumbo, destino: el supermercado vecino donde presumo que está de visita el oro blanco.

Entro en el estacionamiento a esperar por un puesto... el cielo ha comenzado a descargar manotazos de agua, proliferan bolsas con dos latas de leche cada una, la figura de la campesinita lechera me mira desafiante una y otra vez a través del velo blanco y plástico mientras los minutos se alargan en el interior de mi carro como esos caminos que desembocan en el horizonte.

Noto con inquietante claridad, que todo mi ser moviliza sus energías psíquicas y físicas hacia un solo objetivo: estacionarme, bajarme y COMPRAR DOS LATAS DE LECHE EN POLVO para los huesos de mi hija en crecimiento, para mis huesos con derecho a seguir sosteniéndome con fuerza.

Luego de unos minutos -o de varios siglos- entro en el supermercado, veo por todas partes los dos potes amorochados que se repiten y se repiten en las cajas, en los carritos, en las manos. Llego palpitante al epicentro de distribución y me informa una voz cualquiera sin nombre y sin tiempo: “ya no hay, voló…”

Y ya son tres meses de… “ya no hay, voló”.

Una furia como de lava recién escupida de las entrañas de la tierra, me sacude desde lo más central de mi caja toráxica, maldigo con tanta fuerza interior que ya no se lo que maldigo exactamente de toda la cadena de antisincronías recién vividas, maldigo en silencio, hacia mis vísceras… pienso en los millones de nuevos centímetros de niños venezolanos que están dejando de ocupar su espacio de juego y aprendizaje en los hogares y escuelas, en los ancianos desnutridos, en todos los dientes que luchan por formarse y nacer de las tiernas encías, en los huesos de mujeres menopáusicas que inician su viaje sin retorno a la galleta porosa que se rompe en cualquier punto cardinal de su cuerpo un día cualquiera, en las millones de calorías lácteas que ya no participan en los indispensables 37°C de los habitantes de mi país. Y pienso simplemente en la nevera de mi hogar sin la jarra que nutre cada día, en ese vacío blanco y frío que grita lo que sería casi imposible de creer para la mayoría del resto de los habitantes del planeta: NO HAY LECHE EN VENEZUELA.

Pienso de pronto en tanta y tanta leche negra que brota a borbotones de las tetas perforadas de mi tierra, que no ocupa latas, sino barriles, esa que sobra, que se vende, que se consigue, que se regala, que sube de precio, que alimenta máquinas que mueven al país y al mundo… que llena de calorías a los hogares abrazados por el invierno indetenible más allá de las fronteras.

El blanco y el negro nunca fueron para mí dos opuestos tan distantes en el infinito… como hoy.

1 comentario:

Francisco Pereira dijo...

Interesante casualidad entre nuestros post!!!, que maravilla!!
Realmente tu relato es estupendo, literalmente (y con honestidad) me he cuajado de la risa. Imagino las acciones que desribes tan bien adjetivadas y es como verte en película.
Hay que ver cuando se ama a la bendita "campesinita".
Haaaa.. y la analogía del petroleo y la leche está FA BU LO SA.

Excelente post, bueno, bueno, bueno, para leerlo con un cafecito negro, porque, leche...no hay.

Aquí y ahora

Aquí y ahora